articulos |Publicado el 10-11-2025

Reflexión: ¿De qué depende la protección animal? ¿Cómo valoramos las distintas formas de vida?

Te invito a cuestionar por qué protegemos más a los animales “inteligentes” y explorar la idea de que todas las vidas merecen respeto, no según su parecido con los humanos.

A principios de octubre de 2025, la organización en la que trabajo, Fundación Veg, presentó un proyecto de ley para prohibir las granjas o instalaciones de cría intensiva de pulpos en Chile. Trabajar en este proyecto ha sido una aventura de aprendizaje, tesón y reflexiones muy diversas, y creo que la más importante de ellas es la que quiero transmitir en esta nota.

Casi todas las personas a las que les cuento sobre el proyecto de ley me responden dos cosas; la primera "¡No tenía idea que había granjas de pulpos en Chile!", no lo saben porque no las hay, el proyecto tiene un enfoque preventivo que busca evitar que se alcancen a instalar causando estragos para los ecosistemas marinos como lo han hecho durante décadas las instalaciones acuícolas; y la segunda “Qué tristeza los pulpos ¡si son tan inteligentes!”. Esa frase se repite una y otra vez, como si su inteligencia, es decir su capacidad para resolver problemas, recordar rutas o camuflarse, entre otras habilidades que tienen, fuera el argumento más poderoso para defenderlos.

Y claro, es comprensible porque los pulpos son fascinantes. Muchas y muchos lo aprendimos en el documental ganador del Oscar 2020 "Mi maestro Pulpo". Tienen tres corazones, pueden cambiar de color y textura en segundos, y son capaces de abrir frascos, detectar sonidos muy lejanos y reaccionar rápidamente a ellos, y planear fugas de acuarios, entre otras cosas. Pero cuando decimos que no deberían ser criados en granjas porque son inteligentes, sin quererlo revelamos algo más profundo: seguimos midiendo el valor de los animales según cuánto se parecen a nosotros, o en lo que nosotros creemos que aporta valor desde la vida.

La trampa de medir la vida con parámetros humanos

Durante siglos hemos ordenado el mundo en jerarquías: los seres humanos arriba y debajo, todo lo demás a nuestro servicio. Las especies más “hábiles”, más expresivas o más parecidas a nosotros suelen despertar mayor empatía y deseos de ser protegidas. Nos conmueve el perro que responde a instrucciones, el delfín que juega, el pulpo que resuelve un rompecabezas… pero, ¿Qué pasa con los peces, las gallinas, los camarones o incluso los insectos, cuya inteligencia es distinta, menos visible para nuestros ojos humanos?

Medir la inteligencia con parámetros humanos como memoria, lenguaje o resolución de problemas, es una forma de seguir mirando el mundo desde un único punto de vista: el nuestro. Es decir, “te protegeré si entiendo cómo piensas, si entiendo cómo funcionas”.
Pero la vida no necesita explicarse en nuestros términos para tener valor.

La ética que va más allá de la inteligencia

El proyecto que busca prohibir las granjas de pulpos en Chile es visionario. No existen aún en el país, pero sí investigaciones y modelos industriales que podrían impulsarlas. Y sabemos lo que eso significa: hacinamiento, contaminación y mucho sufrimiento animal. Proteger a los pulpos no solo es defender a animales “inteligentes”; es defender los ecosistemas marinos y todas las otras especies que los habitan, la estabilidad de los océanos y, en última instancia, nuestra propia relación con la naturaleza y bienestar humano.

Si seguimos justificando la protección de ciertas especies por su inteligencia, corremos el riesgo de reproducir un nuevo tipo de discriminación: una jerarquía de vidas valiosas. En cambio, una ética verdaderamente ecológica nos invita a proteger por pertenencia, no por comparación. Porque cada especie, desde una esponja marina hasta un panda, cumple un papel en el equilibrio del planeta, equilibrio del cual también la especie humana es parte, aunque no seamos conscientes de ello.

Hacia una empatía menos selectiva

Quizás el desafío no sea descubrir qué animales son más o menos inteligentes, o intentar mover continuamente el límite de las proezas que pueden realizar, sino ampliar la idea de empatía. Entender que el respeto no debería depender de cuánto nos conmuevan, de si reconocemos emociones en sus gestos o si pueden aprender trucos. Que cada forma de vida tiene un valor intrínseco, aunque no logremos comprenderla del todo.

El debate sobre las granjas de pulpos es también una oportunidad para repensar nuestra relación con los animales: dejar de proteger solo a los que admiramos, y empezar a hacerlo por justicia y coherencia. Porque si reconocemos que todos formamos parte del mismo entramado de vida, entonces ningún ser debería sufrir para sostener nuestros hábitos o nuestras curiosidades gastronómicas.

Los pulpos nos recuerdan que la inteligencia no siempre tiene forma humana, ni necesita palabras. Que hay maneras muy distintas, a veces  silenciosas de percibir, de adaptarse, de existir. Tal vez la pregunta no sea cuán inteligentes son los animales, sino cuán sabios queremos ser nosotros para aprender a vivir en respeto y armonía con ellos.

Un abrazo, nos leemos luego 🐙🩵