¿Cuánto dura un minuto para un animal?
Te propongo explorar una idea sorprendente: cómo la percepción del tiempo varía entre especies y cómo eso amplifica el sufrimiento animal. Un minuto para nosotros podría sentirse como días para un animal en confinamiento. Te invito a considerar no solo qué les ocurre a los animales que sufren, si no a entender una nueva dimensión de su experiencia.
¿Alguna vez se han puesto a pensar que en su infancia el tiempo pasaba mucho más lento? Para mí por lo menos es indudable: las semanas previas a mi cumpleaños o a la Navidad eran eternas, y las vacaciones se sentían como si duraran años. Ahora en cambio, todo parece pasar en un par de horas.
A medida que crecemos, los mismos periodos de tiempo se perciben más cortos, porque si nuestra vida vivida es más larga, cada fragmento representa una fracción menor de ella. Y esta subjetividad también aparece en otras experiencias: las personas privadas de libertad suelen describir ese tiempo como inmensamente largo, mientras que quienes viven jornadas felices o esperadas, como un matrimonio o una graduación, sienten que el día termina en una hora.

Hace unos días leí un artículo que le dio un nuevo giro a esta idea de la percepción subjetiva del tiempo y encogió mi corazón animalista. Publicado en Rethink Priorities, The Hidden Dimension of Animal Suffering: How Time Flows Differently Across Species (o "La dimensión oculta del sufrimiento animal: cómo el tiempo fluye de manera diferente entre las especies") propone mirar el sufrimiento desde otro ángulo: no solo qué les sucede a los animales, sino cómo viven el paso del tiempo mientras les sucede.
Según el artículo, distintos animales pueden experimentar la duración del estrés, la espera o el dolor de formas que divergen radicalmente de la escala humana. Para algunos seres confinados, los segundos pueden sentirse como minutos, las horas como días. Esa dilatación temporal no es una metáfora: si un animal está atrapado, sin posibilidad de escape, la repetición de estímulos adversos —hacinamiento, dolor, restricción de movimiento— se vuelve más densa cuanto más lentamente transcurre su experiencia. El sufrimiento acumulado, entonces, es mucho mayor de lo que imaginamos.

Pensemos además en la relación entre el tiempo y la expectativa de vida. Un conejo usado en pruebas cosméticas raramente llega al año, una gallina ponedora vive entre dos y tres años, y una cerda gestante un tiempo similar. Los períodos que para nosotros parecen breves son porciones enormes de sus vidas, lo que amplifica aún más esta densidad del tiempo vivido bajo sufrimiento.
El artículo plantea que esta dimensión temporal exige un cambio en nuestra mirada ética. No basta con preguntarnos cuántos animales sufren o cuán grave es su sufrimiento: también debemos preguntarnos por cuánto tiempo lo experimentan y qué tan difícil es para ellos escapar de esa continuidad. Necesitamos comprender qué significa ese sufrimiento en sus vidas, no solo en la nuestra.

Si aceptamos que la experiencia de vida importa, entonces cada retraso en mejorar las condiciones, cada sistema que prolonga el confinamiento o la privación, se vuelve una cuestión ética urgente. Porque alargar el tiempo del sufrimiento es multiplicar su densidad en dolor. Aunque el daño no siempre sea visible, la experiencia subjetiva será devastadora para el animal.
No quiero que esta idea se sienta como un peso adicional para quienes ya son conscientes del sufrimiento animal, si no que sirva como inspiración para reforzar hábitos de protección animal que son difíciles de consolidar, porque siempre podemos hacer más por los animales, y siempre podemos inspirar a otras personas a hacerlo.

Quizás pensar que el tiempo que demoras en revisar las etiquetas cosméticas hasta encontrar el sello libre de crueldad puede equivaler a una semana en la vida de un conejo utilizado para testeo, o que el rato que duró tu paseo a caballo significaron para él más de una semana con la montura apretándole la boca y las encías, puede ser una inspiración o una forma de medir el impacto de tus decisiones conscientes.
Quizás el foco no debiera estar en definir quién sufre más según nuestras categorías, sino reconocer que el tiempo tiene un rostro distinto para cada especie, y en esa empatía encontrar un sentido de urgencia. Porque cada segundo que prolongamos el confinamiento, cada hora que sometemos a un animal a un ciclo sin fin de estímulos dolorosos o incómodos, estamos perpetuando una forma de vida que nunca debió imponerse.

Vivir en coherencia con nuestros valores significa mirar más allá de lo visible, y considerar también lo vivido. Mirar con los ojos y con el corazón esas vidas, no puede si no traer la certeza de que toda vida merece ser vivida sin dolor.

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